«Me sentía apoyada. No había muchas palabras, no eran necesarias. Y lo poco que decían María y Josune estaba lleno de amor y dulzura.»

Me llamaban “valiente” o “hippie” cuando se enteraban de que iba a parir en casa. Eran dos de los calificativos más comunes que escuchaba. Yo, sin embargo, no me sentía de esas maneras. Durante el embarazo nunca me imaginé el parto como una historia de miedos, peligro, dolor como para pensar que tenía que enfrentarlo con valentía. Estaba convencida de que mi cuerpo lo sabría hacer solo, sin haberlo hecho yo misma antes, pero habiéndolo hecho nuestras madres, abuelas, bisabuelas… Parir era ancestral. Tampoco me consideraba reflejo de una persona que en nombre de sus ideales rechaza las normas establecidas o que se deja llevar por la vida. Al revés, diría que el cargo de la responsabilidad me ha acompañado siempre, en fin que no sería capaz de tomar una decisión importante sin pesar todos los “pros” y los “contras”.


Creo que (si hay necesidad de etiquetar mi decisión sobre el parto en casa) el adjetivo más adecuado es “consciente”.

Sí, he leído, visto y aprendido mucho sobre la ciencia que hay atrás del parto, sobre los “por ques” de las respuestas del cuerpo, sobre que, al ser mamíferas, lo que realmente nos facilita el proceso es la intimidad y tranquilidad de un lugar conocido, la semi-oscuridad, y la compañía de lxs más cercanxs. Lo aprendí de literatura y de nuestras matronas que nos acompañaron e inspiraron a cada paso con su impresionante sabiduría, y omnipresente amor, paz, confianza y respeto: Josune, María y Clara. Además, sabiendo cómo “se hacen” los partos hoy en día (no en todo el mundo, pero sí, en muchos sitios), y que los protocolos hospitalarios ganan a nosotras y a nuestros cuerpos, en vez de respetar el ritmo individual de cada una, me entraba una mezcla de rabia e impotencia. 


Desde ahí la decisión fue muy clara: parto en la intimidad de casa era lo mejor que podía dar a mi bebé y a mí misma.

Y esto no habría sido posible sin mi pareja, Unai, que en este bonito camino que hicimos juntxs, me apoyó plenamente y confió tanto en mí como en el proceso sin lugar a dudas. No podría estar más agradecida.

En la semana 38 acabé yendo al hospital, no por mi voluntad, pero porque me mandaron ahí del ambulatorio al medirme la tensión. La tenía alta. Al fin y al cabo, después de varias horas de pruebas me dejaron ir a casa, aunque tenía que vigilarme la tensión cada día, dos veces, apuntar los resultados, y volver al hospital si esa volviese a subir. Se me revolvía el estómago cada vez que lo iba a hacer porque me daba miedo parir en el hospital. Esa opción no la había tomado en cuenta. Me ponía nerviosa antes de cada toma y la tensión me subía. Era un círculo vicioso que acababa rompiendo mi tranquilidad tan esperada el día del parto.

Desgraciadamente tuve que volver a la residencia 5 días más tarde por un dolor de cabeza que cada vez iba a más, y la alta tensión. Otra vez me hicieron pruebas, alguna contracción que se vio en los monitores no era suficientemente fuerte, ni regular y el bebé estaba bien, los latidos del cordón, la placenta, también. La tensión me bajó, las analíticas estaban en orden. Y aun así, mirando los apuntes de las tomas de tensión de casa, el ginecólogo me informó que mi embarazo ya no era de bajo riesgo y era mejor inducir el parto. Me quedé pálida. Si todo, pero todo estaba bien – y no tenía ningún síntoma de preeclampsia que intentaban identificar (manos y pies hinchados etc. etc.) – no entendía el porque de esa decisión. Me parecía muy injusto basar esa opinión en los apuntes de las tomas de tensión que traje de casa (y si no se los hubiera mostrado??). El bebé no estaba pronto para llegar (aunque estando en semana 38+6, el médico estuvo de opinión contraria) y yo – para parir. Quería que el parto comenzase espontáneamente y que fuera un proceso lo mas natural posible, sin ninguna sustancia sintética por medio.

Tras una explicación del proceso de inducción (prostaglandinas para comenzar, oxitocina luego si fuera necesario etc. – lo sabía todo, incluso los posibles efectos secundarios de esas sustancias), y al escuchar mi “quiero ir a casa”, sin proporcionar ningunos datos, porcentajes ni estadísticas, el médico intentó hacerme presión metiéndome miedo sobre un posible desprendimiento de placenta e incluso casos mortales que hubo en ese mismo hospital. Baste decir que en ese momento lo de confiar en mis tripas y firmar el alta voluntaria fue la mejor decisión que tomé en mucho tiempo.

Pasado el fin de semana lleno de nervios y ansia (“que no nazca, que aún no nazca, por favor”), pedimos cita urgente con otro médico, independiente de todo el sistema, un médico con años de experiencia y mucho sentido común, doctor Prada. Al ver todos los exámenes del embarazo y al hacerme una ecografía detallada, no vio ninguna contraindicación y nos dio la luz verde para parir en casa (sin la que el parto en casa con nuestras matronas no habría sido posible visto que según el papel del hospital el embarazo era de riesgo alto). Le queríamos abrazar, tanto yo como mi pareja, por su profesionalidad, su tranquilidad, su fundamento y su actitud tan humana que desgraciadamente echamos en falta pocos días antes en el hospital. El miércoles volvimos a estar con él para ver si el bebé seguía igual de bien. Le di permiso para hacerme un tacto y me enteré de que estaba dilatada de 1 cm y que la “fiesta” iba a comenzar pronto. Para hacer el seguimiento quedamos el lunes siguiente, aunque según él “igual ya no llegaríamos”. Tenía razón.

Ese jueves nada más levantarme, se me cayó el tapón mucoso. El día tan esperado se estaba acercando y aun así seguíamos una vida normal: fuimos a la playa, nos bañamos en el mar. Luego casa, una siesta, otro paseo por la tarde. El viernes en las primeras horas de la madrugada la tripa me dolía algo más. De hecho durante el día el dolor iba aumentando y más bien hacia la tarde noche poco a poco comenzó a encoger toda la superficie de la tripa. Hicimos lo mismo que el día anterior: el baño en Ondarreta, comida en casa, paseo por Gladys al atardecer. Las contracciones estaban cada vez más fuertes. Nos paramos un momento en la plaza que daba a Tabakalera para escuchar un dj set de música electrónica, cuando mi tripa atravesó un dolor tan intenso que me tuve que apoyar en la barandilla e ir girando las caderas a tope, todo muy instintivamente. Volvimos a casa.


El recuerdo que tengo de ese atardecer es que nunca me entró ningún pánico, y mientras mis caderas hacían cada vez más giros y notaba más intensidades en el vientre, cenamos con tranquilidad e incluso vimos una película después.

Hacia las 23.30, cuando se acercaba la hora de ir a la cama, sintiendo que igual no dormiría mucho esa noche, le dije a Unai que no me iba a tumbar con él. Me quedé en el sofá, sola. Intenté tumbarme dos veces, pero no tardé ni un minuto, mi cuerpo necesitaba movimiento. De vez en cuando él venía a ver qué tal estaba, mientras yo, arrodillada en un rincón del sofá y apoyada en el respaldo, iba girando las caderas. A las 2.15 (me acuerdo muy bien porque desde mi posición veía perfectamente el reloj colgado en la pared de la cocina), noté un sonido burbujeante en mi vientre y a seguir, me noté un poco mojada. “Unai!”, le llamé 3 veces y al ponerme de pie, como si alguien hubiese abierto un grifo, un cubo de agua comenzó a caerse al suelo. Las aguas estaban limpias. Fue un momento de alivio, mucha emoción, ilusión, pero también comenzaron las contracciones muy muy fuertes e intensas y con ellas – la tensión.

Me acuerdo muy bien de una necesidad de tener todo (todo lo que había pensado antes para ese momento) bajo control y preparado. En práctica me salía en forma de órdenes hacia mi pareja: “pon la música”, “enciende las velas”, “ponme calcetines, quítamelos porque tengo calor”, “agua, dame agua”. Entre esas había también la de apuntar los tiempos de las contracciones. Después de algún rato era la única cosa que me salía de la boca: “Viene, viene viene!” cuando comenzaban y “Ya, ya, ya” cuando acababan. Esos apuntes, me los guardé de recuerdo, y cada vez que los miro me impresionan. Desde las 2:35 hasta las 4:40 venían con mucha regularidad y con la duración deseada. Eran muy intensas, la oxitocina poco a poco me estaba llevando al planeta parto.

Con ojos cerrados lo único que estaba haciendo era mover mi cuerpo y desear que vinieran las matronas. No podía pensar en nada más. Una hora después de romper la bolsa, hacia las 3.30, le dije a mi pareja de llamar a las matronas. Me acuerdo sentir una resistencia de su parte, porque sólo llevaba una hora así, pero al insistir llamó a María. Le dijo que las contracciones tenían la regularidad que buscábamos pero que le iba a volver a llamar en un rato. Claro, ahora pienso que él no tenía idea de cómo valorar la situación y todo le parecía ir con un ritmo demasiado acelerado. Sin embargo para mí, no es que todo estaba ya encaminado, estaba en un punto tan potente que la compañía de las matronas era indispensable. Unos 15 minutos más tarde le dije de volver a llamar a María, esta vez me estaba notando hacer mucha presión y emitir unos gritos profundos, más primitivos. Estaba empujando. Creo que Unai estaba más tenso que yo. Todo avanzaba tan rápido. ¿No tardaban 20 horas los partos?

Esa hora se me hizo eterna. No tenía idea que las matronas vivían fuera, pero cuando llegó Josune y algún rato más tarde María, la tensión se desvaneció como humo. Ya notar un suave tacto de las manos en mis lumbares, las dulces voces que se entrelazaban con la música que antes no oía, y su presencia tan generosa me hizo sentir mucho más tranquila. Si lxs ángeles existen, esa sería su forma de ser. 


Me sentía apoyada. No había muchas palabras, no eran necesarias. Y lo poco que decían María y Josune estaba lleno de amor y dulzura.

Me propusieron que me tumbase en el sofá de costado y así pasé unas horas. Lo que me pareció increíble fue una sensación de estar naturalmente drogada por la oxitocina y muy adormilada. Me llenaba un sentimiento de amor y agradecimiento profundos. Y entre esos, también había momentos de mucha ligereza: les decía que les quería un montón y lo decía en serio, aunque a todxs nos salían risas. Si alguien me lo hubiera dicho antes del parto, no se lo habría creído.

Seguía empujando, aunque a este punto ya no notaba la misma intensidad de las contracciones, y los pujos no siempre coincidían con ellas. El proceso se ralentizó y aún así, nunca me pasó por la cabeza que algo no estaba bien o que tenía que darme prisa. Seguía el ritmo de mi cuerpo – Josune y María no sólo lo respetaron, pero también me trasmitieron su serenidad. Todo este tiempo no le veía a Unai, estaba invisible, pero sí, muy presente – mi mano contra la suya por encima de mi cabeza, con cada pujo me apoyaba en él con mucha fuerza. Me sentía tranquila teniéndole ahí.

Después de algún tiempo el proceso de nuevo cogió buen ritmo. Estaba cansada, muy cansada, pero las matronas me estaban animando como si fuera una campeona olímpica. Y eso me motivaba a sacar la fuerza para seguir adelante, de mi “yo” más profundo.


Una de las matronas me acercó el espejo para que pudiera ver cómo, poco a poco, avanzaba el bebé, pero yo no veía casi nada. 

No tenía idea cuánto, pero me parecía que todavía faltaba mucho, una eternidad. Me seguían animando, y cada vez más: “Eso es. Genial. Sigue así”, siempre susurrando con un calor increíble. Y cuando finalmente me propusieron la posición de cuclillas, supe que sería la final. Curiosamente no estaba pensando en el bebé, sino en la final del proceso fisicamente más intenso de mi vida. Me advirtieron sobre la sensación de fuego que a seguir iría notando. “El aro de fuego”, me acordaba muy bien de las clases; no le tenía miedo, más bien pensaba con calma “Vale, ahora toca eso”. Tardé algún rato antes de incorporarme, un movimiento más pequeño se traducía en un esfuerzo inmenso para mi cuerpo. Por un hueco pequeño entre la ventana del balcón y persiana entraba la primera luz del día.

Me puse de cuclillas apoyando mi espalda contra Unai, que estaba sentado en el sofá. Él me agarró por debajo de mis axilas y con cada pujo tiraba mi espalda hacia sí. María y Josune estaban en frente, entre ellas el espejo y una pequeña luz que apuntaba hacia mi periné y se reflejaba en él. Estaba muy incómoda, pero seguí adelante. Mientras con cada pujo sentía más fuego (y alguna vez me salió algún “*kurwa” – una potente palabrota en mi lengua madre), mi vagina se abría cada vez más y comencé a verlo. Ahí estaba: era el blanquizo de la cabecita. “Eso es. Muy bien. Mira lo que estás haciendo.”, susurraba Josune. En algún momento, no me acuerdo si de cuclillas o antes, en el sofá, una de las matronas me preguntó si me quería poner la mano ahí para tocarla. Era increíble. Era mi bebé que estaba naciendo. “Maravilloso, Paulina. Y además que guapa estás cuando sonríes”, una vez más nos estábamos riendo todxs mientras nacía nuestro hijx.

Le midieron las pulsaciones la última vez y todo estaba perfecto. “Esto es cuestión de unos minutos ya. Se acaba la espera”. Entre estas palabras de Josune y el aparecer de este precioso ser humano pasaron 30 segundos. Eran las 8.55 de la mañana. Salió entera de golpe y fue saludada con un radiante “Holaaaaa txikitín” por las matronas. Creo que estuve en un ligero estado de shock esos pocos segundos antes de que Josune me la hubiese pasado en los brazos. Su llanto tan fuerte despertó el mío, y el de Unai. Ya estaba con nosotrxs, la pequeñita pottoli. Era perfecta, y ¡cómo olía!


Las horas a seguir fueron marcadas por incredulidad, muchas lágrimas, la emoción en su forma más pura. Me daba pena despedirme de María y Josune, aunque nos íbamos a ver dos días más tarde. Habiendo participado en algo tan íntimo, eran la parte integral e orgánica del nacimiento de Xune, eran parte de nuestra pequeña familia.

Estábamos en nuestro txoko, nuestra casa y esto también nos daba mucha tranquilidad. Y mientras el mundo aún no sabía nada, nosotrxs ya éramos completxs.

Cada vez que vuelvo a ese día lo quiero hacer una y otra vez, de la misma forma y con la misma compañía. Mila esker de todo el corazón por compartir esta maravillosa experiencia con nosotrxs, Magale Etxea.

P U X